Hoy me entrevistó la hija de una de las mejores escritoras de mi ciudad, la autora de un libro que me sacudió tanto como puede resultar demoledora la caída de un amor romántico en los ideales de cualquier persona.
Dos horas antes de nuestro encuentro telefónico, terminaba mi jornada de compras semanal junto a mi madre. Mientras reíamos, recordando que mi gato se patea a él mismo, sin razón aparente, terminamos de atravesar la vereda que rodea el parque central.
Al cruzar el camino empedrado desde los tiempos de la Colonia, una camioneta destartalada, transportando dos ataúdes vacíos y desprovistos de cualquier sentido de lo prolijo, me hizo exclamar:
Al cruzar el camino empedrado desde los tiempos de la Colonia, una camioneta destartalada, transportando dos ataúdes vacíos y desprovistos de cualquier sentido de lo prolijo, me hizo exclamar:
-Todo esto es horrible.
Ella contestó, sin inmutarse, con la voz más clara que ha compartido conmigo en su vida:
-La muerte es parte de la vida.
Para muchas de nosotras, el encierro se ha convertido en un espacio ultra personal, confinadas a diario con el recuerdo de nuestros amores superados, el miedo al futuro, ciertos cambios drásticos de hábitos-Ya no como mamíferos de ningún tipo- y nuevas configuraciones de lo que antes llamábamos realidad.
Mi barrio, el centro bancario y comercial de la ciudad, parece ahora un campo semi vacío, sacado de los corredores interminables que llenan el juego Resident evil, pero transformado al color pastel crema, verde, amarillo, y rosado, habitado sólamente por las filas interminables en los bancos, los vendedores informales que ofrecen piñas montadas sobre carritos de bebés, y uno que otro vecino que camina en shorts bastante hogareños.
Ahora vivo en un pueblo chico de la costa ecuatoriana, con calor, pero sin playa, junto a un río en desuso, charco de agua en la ciudad.
En medio de esta abandonada no campiña del downtown Guayaquil, al inicio de mi primera cuarentena, se contactó conmigo a través de la telefonía móvil, lo que nunca supe si fue un amor, o un gran fracaso, un episodio de "Black mirror" que viví con gran alegría, y desencanto, algo que empezó en noviembre del año pasado, e incluso ignoro hoy, si como idea, algún día habrá de terminar..
Inicialmente, nuestra complicada conversación inter continental superó todos sus desplantes previos-Motivo que como estocada final de torero, vandalizó nuestra primera separación, en la que ni siquiera medió una breve disculpa, o explicación de su parte-zanjándolos con un: "Es que yo me di cuenta de que estaba enamorado muy tarde", que sin sus ojos extraños de por medio, sonaba, sinceramente, a traición.
Las farsas se desenrollan tarde o temprano, y así, esta, protagonizada por los dos, no tardo en quedar al descubierto.
Y es que todo el inicio, conflicto y desenlace, mediatizado a través del móvil, mientras yo descargaba las canastas de frutas, barría la casa, terminaba la tesis, de verosimil nada tenía.
Ya sin su cuerpo presente, todo el discurso dejó de apestar a verdad.
Descubrí que mi furtivo y extraño romance previo, basado en cuatro, o cinco instantáneas salidas, no era más que el fantasma de algo perdido por mi en el pasado, pues yo al tipo no le conocía lo suficiente.
Ignoraba que era filofascista, admirador de la falange, de Primo Rivera, y de Vox, aunque esto último si lo deslizo días previos a nuestra partida. Lo decía con una frescura tan limpia, que a veces me hacía dudar de mi veracidad.
Hoy, mientras conversaba con la joven estudiante, vinculamos las leyendas que nos contaban de niños, para asustarnos, y que siguen repitièndose, como "La llorona" con la aparición del "Ayuwoki" como narrativa de terror presente en un mundo globalizado.
Para quienes no tengan sobrinos, o hijos chiquitos, les cuento que me refiero a un personaje de terror que simula a Michael Jackson en su posterior etapa de decadencia, es decir, después de zurcir sus carnes con un exceso de cirugías plásticas.
Mientras respondía las preguntas de la alumna, recordé que en algún análisis de datos realizado mientras cursaba las clases de la maestría, esta figura aparecía como un fenómeno buscado en redes sociales por millones, en lugares disimiles del espacio global.
Los cuentos de terror que nos contaban desde niñas, en los baños de la escuela católica, eran pequeñas historias moralistas, como tantas otras, algunas nacieron en la institución, como la del payaso borracho que se ahogó en la piscina de la terraza, otras mucho más amplias, al espectro Ecuador, como aquella protagonizada por María Angula, una mujer loca que se comía a sus hijos.
Antecedentes que viví en mi infancia, de esta historia protagonizada por un cantante de música pop, que disfrazado de espectro, asusta a los niños a través de los teléfonos móviles, y alguna tablet disponible en la seguridad de su hogar.
Al cerrar la llamada, y agradecerle a la brillante adolescente sus preguntas, me quedé pensando en la fascinación que el horror ha causado en mi durante los últimos cinco meses.
En realidad, desde la infancia. Quizás hasta pueda decir que desde cierto punto de vista, yo amaba el horror.
En realidad, desde la infancia. Quizás hasta pueda decir que desde cierto punto de vista, yo amaba el horror.
Quizás amor, y horror no rimen en lo absoluto, o sí, pero fascismo, y capacidad de perplejidad, tampoco.
Y así, horas después, observé como el ataud de mi amor se destrozaba, camino abajo, por la ruta de las falsas ilusiones adolescentes.
Esas que algunos demoramos mucho en olvidar, y que sostienen el mundo de nuestras ideas.
Aunque desaparezcan, como el Ayuwoki, la María Angula, la verdadera Falange, y cualquier otro tipo de escandalosa decadencia.
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