lunes, 1 de marzo de 2021

Vivimos en un lunes discontinuo que tiene una salida de emergencia.

 Vivimos en un lunes discontinuo, todo tiene un significado parecido a diario. Nada parece ya muy real.

En carnaval se viralizó la buena farra de los turistas en Salinas y Montañita. En una provincia contigua, mi sobrino y yo jugamos con el mar y las olas de la playa en Liguiqui, un lugar sepultado por la vegetación gigante, que tiene aires e historia de ancestral. 



Nos contamos todas las leyendas posibles. Él narraba una del internet, yo convertía en relato contemporáneo la historia del hombre que, a cambio de no envejecer, depositaba en un cuadro todas las pequeñeces de su alma.



Fuimos el influencer de la internet y la reina de Liguiqui. A las seis de la tarde, el tropelio de imágenes, piscinas, espuma, desenfreno y goce me hicieron pensar que la pandemia tiene diferentes significados para cada uno. Y que nos puede marcar tanto el uso del espacio. Hasta hacernos desaparecer.

Con los avisos epidemiológicos bien leídos, en mi agenda anoté lo siguiente: no saldré de la casa hasta el primero de marzo. 

Una buena promesa que no pude cumplir.

Lo intenté leyendo, me acompañó Edward Limonov, el poeta al que Emanuele Carrere presenta como punk y desahuciado ante el estado de las cosas, me entretuve todo el fin de semana, pero luego ya no quería pensar en todo lo sucedido. La Unión Soviética se sentía como una trampa sin huecos para escapar. Algo así como mi claustro tropical. 




Decidí que iba a nadar en los horarios que me resultaran convenientes para huir del tropelío. A veces pensaba, sola, mientras recorría el edificio desde el que todos se lanzan,  en todo lo que hubiera querido hacer de chica, pero no fue posible, por miedo, ausencias, apegos a la melancolía y a la tristeza. 

Sentimientos humanos que no siempre sabemos gestionar y que nos tocan la puerta, como la segunda pandemia de la vida.

Recuerdo al amado Juan Martin Moye de mi infancia, niño santo que se sacó los zapatos para donárselos a un pobre. Llegó ensangrentado a su casa, gran labor de quienes me enseñaron aquellas palabras, convencerme de que para hacer algo importante en esta vida, hay que sufrir.



En pandemia vivimos bastante solas, nos escuchamos bastante a nosotras mismas y la voz que se desprende de las paredes de la habitación que tenemos en la cabeza puede estar anclada a otras latitudes de nuestros recuerdos, que se desenvuelven sin la intervención de otros. A veces toca decidir. 

Siempre es bonito conocer a los fantasmas de tu infancia. Verlos sonriendo frente a ti, parecidos a la gente que aparece representada en el cuadro de “Las meninas”, escuchar a  la princesa rubia bonita, convertida en chico. 


Así dure poco la ilusión, si fue sincera y produjo otro relato, bienvenida. 

Al presente, o al baúl de lo que algún día se volverá a recordar.

Más allá de que piensen que imaginar otra realidad es una locura, es lo que nos permite escapar.