sábado, 10 de junio de 2017

Un ángel sosteniendo una espada en la puerta del infierno



El problema es que la mujer encerrada-Sin llave o cerrojo-en el cuarto dieciséis, no tiene nada en su cabeza, aparentemente es solo una mujer extraviada por su empatía, la  salvamos de la muerte, casi aterida de frio, preguntando direcciones, tratando de vaciar su cabeza, balbuceando idioteces y ahora-Finalmente y gracias a las animaciones japonesas- se quedó callada.

Sin pensarlo mucho, el doctor rubio, abriendo su boca  en medio de la soledad-Al principio, ella pensó que se trataba de un  ángel que sostiene una balanza en medio del infierno-le dijo que asistir a un programa de televisión-En su estado-sería una completa imbecilidad:

-No puedes abandonar tu cuarto pequeña guapa, simplemente no sucederá porque sólamente los idiotas visitan estos parajes fríos y calientes, inaccesibles para los ángeles nazis como yo. 

El ángel exterminador-LuisBuñuel

Ana-La mujer que dejó el mutismo- le devolvió la mirada, pensando si tendría razón o quizás, el olvido permanente de su condición cotidiana sería un muro grande y suficiente para contener su maldad.

Equivocada como siempre, dos meses antes abandonó la oficina imperial de la presidencia de la República. Esta le costó demasiados quebraderos de cabeza, destrozar el amor del tipo-Tan hermoso y lleno de verdades graciosas, podría significar su muerte- ¿Por qué? La razón era sencilla, el doctor ignoraba el destino de sus huesos, un día aseguraba que habría de partir mañana, al otro que cinco días después y al final, todos los recuerdos vinculados al desamparo, se torcían frente a sus ojos, rompiendo su pequeño y casi desconocido rostro, permitiéndole olvidar.

Vestida con una bata de lino crudo, Ana decidió escribir algo que se le antojara hermoso-Un poco más que la pared  y algo menos que la penumbra- quizás comparable con la belleza de este hombre que jamás habría de tener,  y que en fondo, no pretendía poseer nunca, porque la vida le permitiría conocer a otros, menos espectaculares o idealizados, más terrenales o muertos, pero ella siempre-Comiendo un guineo y escuchando a Billie Holiday,-esperaría que este hombre perfecto, torciera el camino de su emoción. Sin una lanza, como las comparsas del cineasta brasileño Glauber Rocha. Con la certeza que da el final de la vida, trastocada por una comparsa de danzantes. 


II

Hace doce años, Ana decidió que su carrera universitaria debía terminar en la oificina de la presidencia de la República, una historia que al final ya no tenía sentido: lo consiguió y ahora se arrepentía de sus fatídicos deseos.

Christian  Wills se enamoró de esta mujer desbaratada, abandonando su regazo un mes después de intercambiar fotografías, una hermosa y rosada sombra gigantesca, la piel delicada de su terrorìfica adolescencia y una promesa de mentiras: la migración terminó separando lo que el amor jamás empezó a pegar.

Separada de la maldita Presidencia de la República, Ana retomo sus pésimas y malas costumbres de animal meditabundo: dejar de pensar, rumiar la melancolía en torno al  doctor de turno y permitir a su imaginación el olvidar todas las maravillas que su alma escondía: sí, su alma inmortal, esa que mataría pronto, regalaría en un archivo postal o dejaría encargada en un bolsillo de la camisa blanca y almidonada del doctor.

Notando la inconsistencia del discurso-El doctor no era muy experto en meterles cuento a las mujeres-y reconociendo que Guayaquil es una ciudad extraña, la mujer resucitó a todos sus muertos, personajes de anime, robots y pelìculas francesas esa noche.


La ocupación nazi no vence a la resistencia francesa en mi historia. Y todos sabemos que pronto, te veremos simbólicamente morir. 

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